La bulliciosa ciudad nazarí del siglo XV ofrecía un gran atractivo en sus extensiones urbanas por los perfiles más suaves de las terrazas fluviales de los ríos Darro y Genil. El lugar donde se emplazaba el Corral del Carbón, la Alcaicería, la Madraza y, sobre todo, la Mezquita aljama, influyó decisivamente en la elección del emplazamiento de la iglesia principal de Granada bajo la advocación de Santa María de la O con mínimas transformaciones de la planta de la mezquita.
En fecha inmediata se construyó la Capilla Real, la Lonja, la Catedral y, finalmente, en el s. XVIII, la iglesia del Sagrario que sustituyó a la iglesia de Santa María, cerrándose un círculo que desvela la voluntad planificadora de los Reyes Católicos y de Carlos V para los que Granada fue una especie de laboratorio urbano a las puertas de la experiencia americana.
El atractivo de la construcción de este complejo arquitectónico no es, solamente, la ideación de unas grandes construcciones que siguieron de manera ejemplar las pautas arquitectónicas y de programa de una larga época, sino también la sabia implantación de este artefacto en el tejido urbano, hasta el punto de convertir al conjunto en ciudad en sí misma.
Los grandes elementos que lo componen no pierden su independencia, ya que son proyectos seguros en sí mismos, con planteamientos autónomos en su concepción. La Capilla Real como capilla funeraria de los Reyes Católicos con la propuesta de un Aula Regia dotada del mejor ajuar del renacimiento europeo de aquel momento; la Lonja como espacio unitario para el intercambio mercantil con un diseño del primer renacimiento impregnado de la sabiduría hispanomusulmana en lo concerniente a la carpintería de lo blanco; la Catedral concebida como templo mayor de la cristiandad emparentado espacialmente con la tradición romana y con un destino frustrado como mausoleo imperial; la iglesia del Sagrario modelo de un barroco avanzado con una planta ideal de tipo centralizado; las casas catedralicias y parroquiales como propuesta doméstica vinculada a la vida de grandes templos.
Estos edificios se ensamblan sin ceder independencia, pudiendo identificarse perfectamente por su escala, su traza y sus componentes estilísticos. La envolvente general del conjunto goza de una saludable autonomía guardando una sabia concepción de las alineaciones, con avances y retranqueos que definen espacios urbanos de pequeña escala.
Este perímetro escalonado de la planta, se va correspondiendo con un desplazamiento sucesivo de los planos de cornisa en el caso de la Capilla Real hasta conseguir un efecto de gradiente decorativo con los pináculos y cresterías; un perfil acusadamente vertical de los estribos catedralicios hacia la plaza de las Pasiegas, fachada triunfal en clave de un barroco depurado por la preeminencia de la estática estructural y, finalmente, un duomo, con una silueta en cascada y contrafuertes, proyecto a lo romano que rememora a un Panteón contaminado por reminiscencias medievales.
Pero la planta de este conjunto que escapa con facilidad a la comprensión y niega constantemente cualquier atribución de unidad, tiene otro manifiesto secreto consistente en la línea que sutura a los colosos. Lejos de sus fachadas los edificios se yuxtaponen con cierta rudeza, sin ceder nada, dejando espacios de conflicto arquitectónico, como cangrejos que chocan Es un bello tributo a su independencia que se muestra de forma patente en las cubiertas pero no así en el plano del suelo donde ha existido una meditada articulación.
Cuando se abren las puertas interiores de estos edificios en algunas solemnidades, la sensación del observador que deambula por naves y pasajes es equiparable a la que proporciona una ciudad porticada y cubierta cuyos tránsitos ofrecen una visión impagable de pertenencia a los valores cívicos ancestrales de una urbe de la cultura.