Tanto hemos visto… Conocemos, a estas alturas, tantos lugares y hemos tenido tantas y tan diversas experiencias, que parece imposible encontrar algo que despierte ya nuestra sensibilidad y nuestra capacidad de admiración.
Quizá sea que estamos inmersos en un endiablado afán de acumular disfrutes superficiales, como quien colecciona jirones de humo, sin reparar en que los más profundos regocijos y las dichas más auténticas suelen venir de cosas sencillas y naturales.
El gozo de la naturaleza pura, el de la sencillez y el de la paz –que suenan a música celestial– están al alcance de la mano de cualquiera con sólo subir a los Montes. Cualquier tiempo es buen momento para recorrer, despacio, estos campos de lomas y ramblas, que son la encarnación misma de la luz y del color, para comprobar que aún hay jilgueros que cantan libres y fuentes que manan agua pura. Y para acercarse a esos pueblos blancos, de gente amiga, en los que hay sencillos retazos de historia y recoletos rincones de ensueño.
No les propongo un viaje, sino un paseo; una vuelta placentera para sentir bullir el alma. Así es que nos vemos en los Montes.
Para realizar esta ruta hay varias posibilidades; pero, quizá, la más fácil es la que se inicia en Diezma, junto a la A-92, para continuar por carretera local hacia Darro. Luego, siempre hacia el Norte, se llegará a Huélago, Moreda, Gobernador, Laborcillas y Pedro Martínez. Aunque Huélago, por estar algo desviado, se puede dejar para visitar después de Pedro Martínez, bajando por la A-325 y cogiendo a la derecha la GR-NE-36.
El paisaje
La zona de los Montes de Guadix, como toda la comarca de los Montes Orientales, es una de las más características de la provincia de Granada, y lo es especialmente por su paisaje. Ser la meseta más alta de España, con campos despejados y abiertos, bajo un cielo limpio y cercano, imprime un carácter paisajístico claramente diáfano y tranquilo, que sosiega el ánimo.
Sorprende esta tierra por la extensión inmensa de sus colinas alomadas, como un mar ondulado, y por los llanos y los cerros que quiebran la monotonía de ese suave oleaje. Y sorprende la parcelación geométrica de los campos, tan clara, tan plástica, como si hubiera sido dibujada con regla y lápiz.
Campos de secano, dedicados –todavía– al cultivo de cereales y de girasol. Hazas y más hazas de tierra en las que los árboles sencillamente no existen o son una rareza excepecional. Los montes, que también los hay, multiplican aún más, en esta tierra encumbrada las posibilidades de observar otras tierras y otros paisajes, al tiempo que ofrece múltiples rutas para perderse en la naturaleza.
Los pueblos
¡Con qué facilidad se ven los pueblos de los Montes! ¡Y qué claros se divisan, a lo lejos, desde cualquier parte! Asentados en espacios abiertos –a excepción de Huélago, que se esconde en la cañada–, ofrecen sin temor todo lo que son y todo lo que tienen, para que el viajero se acerque confiado a ellos, o, al menos, pueda disfrutar, en la distancia, la blancura de sus casas.
Son pueblos de estructura castellana, con amplio espacio para calles y plazas, y con casas sencillas provistas de corral. Pueblos que se van modernizando a buen ritmo y que van implantando todos los servicios que la sociedad actual demanda, pero que conservan gran parte de las características incontaminadas del pasado, que conservan iglesias antiguas y casas de rancio abolengo, y que tienen rincones agradables en donde las gentes hablan sin prisas. Pueblos en donde los vecinos se sientan al fresco, en la calle, durante las noches de verano, para charlar y reír.
Y sin embrago, estos pueblos están vacíos en invierno porque no hay trabajo en la zona, y esperan, ansiosos, que llegue el verano para que, como las golondrinas, vuelvan los hijos del pueblo en busca de la tranquilidad y la paz.
Casi exclusivamente para eso están quedando estas pequeñas poblaciones, de manera que se están arreglando casas y haciendo nuevas para usarlas como segunda residencia en fines de semana y en vacaciones.