Junto al Albaicín diurno, hay también un Albaicín de la luna con otra cara que el sol no puede desvelar. La noche, que impone su lenguaje de luces, sombras y susurros, hace que disminuya nuestro interés por el calado histórico y potencia, por el contrario, el imperio de los sentidos. Ayudados por la iluminación artificial o un baño de luna, se descubren visones imposibles durante el día, se huelen las fragancias puras que exhala la vegetación de los cármenes y se perciben sonidos modulados y adaptados al silencio.
Al atardecer, el mirador de San Nicolás intensifica su carácter de foro cosmopolita, multiétnico e internacional. Por algo, la famosa puesta de sol que desde él se contempla, extendió su larga sombra hasta la Casa Blanca. Es como si la voz del almuédano desde el alminar de la mezquita moderna llamando a la última oración, congregase a todas las naciones y gentes en un microcosmos donde caben todas las religiones y culturas. Pero la voz prolongada, monocorde, es también un llanto lanzado al aire que trae los fantasmas del viejo Albaicín musulmán.
San Nicolás es el corazón de la noche albaicinera. Al oscurecer, la Alhambra descansa de tanto ser contemplada, pero su sueño es efímero. Y cuando es sacada de las sombras por la luz artificial, un nuevo ciclo vital comienza en el mirador. El espectáculo atrae a una súbita marea de gente, entre la que nunca faltan las parejas en luna de miel que conjuran su futuro de amor frente al ascua encendida de la Alhambra. También son asiduos los grupos de jóvenes y menos jóvenes que, sentados en círculo, rasgan una guitarra y fuman sin pudor un porro colectivo que expande sus efluvios hasta quienes no siempre quieren recibirlos.
Esta estampa se ha convertido en el principal símbolo de nuestra ciudad y es, en esencia, la imagen congelada que de Granada se llevan quienes nos visitan. Para ellos todas las calles del Albaicín nocturno llevan a San Nicolás y con frecuencia ni siquiera caminan, porque llegan en taxis, cazan la Alhambra en sus retinas y cámaras digitales para volver raudos al hotel.
Para un visitante foráneo nada desvía su atención de la Alhambra, pero el granadino que sube a esta singular atalaya gusta desparramar otras miradas sobre la ciudad nocturna que se extiende a sus pies. Granada es dispersada por una siembra de farolas bajo las que se intuye la vida, y desde hace unas décadas cerrada por un anillo de luciérnagas que se mueven por la carretera de la Circunvalación. Entre tanto, se escuchan los murmullos de los bares cercanos abiertos en la plaza y atestados de gente. El silencio no es absoluto, pero permite que lleguen con nitidez los acordes musicales del Generalife en época de festivales.
También buscamos en San Nicolás sacudirnos el calor de la ciudad estival en las terrazas de ocio y restaurantes que siembran sus alrededores. El “Huerto de Juan Ranas”, balcón sobre una masa profunda de sombras punteadas de luces, permite visiones recónditas entre arcos de herradura; el Mirador de Aixa se escalona en paratas frente al sueño de la Alhambra y en el carmen de Aben Humeya se escucha el gorgoteo de fuentes en varios patios ambientados con decorados historicistas y románticos. Y en el mismo lugar, la gloria trasnochada del alminar de San Juan de los Reyes, es otra de las miradas que pueden descubrirse desde la sorprendente corona de un viejo torreón.
El mirador y los restaurantes con vistas de antología están pensados para inmovilizar al visitante, pero el Albaicín vedado a los automóviles, es también por la noche un espacio idóneo para caminar. Al margen de miedos sociales y leyendas urbanas, hay todo un paseo silencioso y desértico por descubrir. Con la luz de la luna es mucho más necesario leer los letreros de las calles para no perdernos; entonces los nombres nos parecen más evocadores de pasados fabulados y de realidades prosaicas que ya se fueron con el tiempo: mujeres que se levantan sus largas faldas para poder transitar en la cuesta de las Arremangadas, una pasión fugaz en el callejón del Beso, una dama aristocrática recién peinada saliendo del palacio de los Porras o un magistrado calvo y con negra capa circulando en la penumbra por la calle Oidores.
Recorrer las calles por el Albaicín en sombras agudiza más nuestros sentidos que si lo hacemos por cualquier otro barrio de Granada. El silencio, las angosturas, la trama dislocada de calles hacen casi imposible que caminemos con indiferencia hacia lo que nos rodea. El murciélago que aletea sobre nuestras cabezas, el gato que se encarama imperceptible por una tapia, el chucho que levanta la pata sobre una esquina desconchada o los perfumes súbitos de un jazmín colgante, quedan inmediatamente recogidos en nuestro archivo de sensaciones. Nos fijamos, como no haríamos en otros paseos, en los transeúntes que circulan en dirección contraria a la nuestra o en la mujer que cierra la puerta de su casa cuando pasamos junto a ella. Es difícil resistirse a la tentación de mirar por el ventanuco abierto de un patio y descubrir una parte de su intimidad.
La noche en este Albaicín desértico enfatiza el pasado de muchos de sus rincones. En la calle san José, el alminar iluminado emerge como un faro solitario de cuyo interior fluye un resplandor silencioso que inevitablemente rememora la Granada que fue y ya no es. En otros lugares, la luz que alumbra el brocal de un aljibe o el sonido cantarín de un pilar, condensan en un instante trashistórico el eco de mujeres de otros tiempos repostando agua doméstica; las hornacinas con estampas de santos incitan a la devoción de los más incrédulos y las torres incandescentes de las iglesias reclaman una espiritualidad perdida.
Y cuando pasamos junto a los conventos, llega la imagen invisible de la monja enclaustrada y espiritualizada tras las celosías, tan cercana a nosotros en la distancia como alejada de la realidad social de hoy. Entonces es casi inevitable el contraste con el Albaicín revolucionario, anarquista, de la Segunda Republica, con el tumulto de aquellas noches de fuego devastador y pasión por cambiar el mundo por otro nuevo, en el que no cabían los privilegiados o la vida mística y contemplativa.
El contraste de este Albaicín poco transitado durante la noche está al pie de la colina, en la Carrera del Darro. La regulación del tráfico la ha convertido en un río de gente que camina en ambas direcciones hasta el Paseo de los Tristes. Su magia radica en que es un oasis de fresco en las tórridas noches de la ciudad baja. La corriente del río es muy delgada y su rumor imperceptible, pero viene acompañada de una relente que antes ha circulado entre alamedas, fresnos y zarzamoras para finalmente acariciar a las personas y a las torres encendidas del Palacio Rojo.
Cuando los focos que iluminan la Alhambra se apagan, se anuncia la definitiva hora del descanso. El Albaicín también debe dormir, descansar de tanta historia enfrentada. Albaicín que nunca llega a descubrirse plenamente, que es universal y pueblerino, musulmán y cristiano, clerical y revolucionario. Albaicín de navajas y sangres lorquianas, Albaicín, en fin, origen y destino de Granada.